Recuerdo hoy como si fuera ayer. Y aún soy joven. Al menos de espíritu.
ANTECEDENTES


Recuerdo hoy como si fuera ayer, los mediados de los setentas y un poco más.

Lima y el PERÚ, vivían los últimos efluvios del gobierno militar que se iniciara con Juan Velasco Alvarado; el PERÚ era un campo efervescente de pasiones, desbordes, gritos, reacciones. LIMA era un punto de encuentro final, de todas las sangres: ARGUEDAS aún era tierno en el recuerdo y su WARMA KUYAY aún nos hacía sentirlo con sus ojos de niño y amante eterno, mirándonos desde el infinito; aunque hacía casi una década que había decidido partir.

Y los niños bien se estremecían con su MUNDO PARA JULIUS, que les recordaba tantas cosas que no podían decir en voz alta a sus padres. Pues, a pesar de tanto SINAMOS, INKARRI y CAMPESINO EL PATRÓN NO COMERA MAS DE TU PROMESA; el racismo de Lima era tan soberbio como en la Colonia, en las casonas de las grandes avenidas y en las nuevas y venturosas zonas residenciales. Y el huayno se contenía, se estremecía, se exaltaba y se enardecía, confinado a los corralones llamados COLISEOS de la avenida 28 de Julio,  de Grau y el Puente del Ejército.

Y nuevas propuestas musicales, mezclas de huayno, jazz, country, rock, y nueva canción eran lanzadas, por bandas que se autodenominaban a sí mismas: de música latinoamericana, en variedad de estilos y fusiones, cada cual más “auténtica”.  Frente a las cuales se erguían los grupos íconos de la llamada “canción protesta” o también los autodenominados grupos de la “nueva canción popular”, que nunca existió mas que en el deseo, muchas veces bueno de sus propulsores.  Y cada domingo las calles de Lima y las plazas,  se llenaban de jóvenes de ojos rasgados, de piel cobriza, de todos los tonos y matices, de todas las tallas, contexturas y extracciones sociales, nosotros los andinos, buscando un poco de la identidad perdida y exaltada, con tanta música y cultura, contenida y enjaulada, en estas calles.

Recuerdo, cómo, en tanto hervor de pasión, sueño, búsqueda, promesa, sermón de la montaña y discurso inflamado de plaza, surgió como nunca, el amor y el odio, a lo nuestro y a los demás.

Y fue,  en esos momentos, que un día escuchamos el SICURI, que había llegado y andaba también por estas calles. Lo traían jóvenes como nosotros, de una región mágica, en la que había sobrevivido milagrosamente; como lo describe José María Arguedas en su artículo: LA DANZA DE LOS SIKURIS. Una música inigualable, frente a la cual no podía haber claudicación posible, algo que SI era y  aún es: música andina y popular.

Esa música nos unió y tal vez nos salvó de tantas cosas y nos hizo perder otras, muchas de ellas superfluas o enajenantes. Y no quisimos si no aprender a tocarla, tal como era, tal como suena, tal como había llegado vivita y coleando, al último cuarto del siglo XX.  Y empezamos un aprendizaje que para muchos de nosotros, hoy en el primer tramo del siglo XXI no termina: el volver a sentir y compartir, aunque sea unos instantes, como los ancestros: en COMUNIDAD.